domingo, 19 de septiembre de 2010

Suprimo razones ideales
hirientes, encarcelo
tempestades alucinando
corazones despreciables
inválidos, deformados
ponzoñosamente por
dagas misteriosas
nervadura respingada
escapando aturdido
tropezando sutilmente
ventanales impermeables
astillados completamente
distorsionando esperanzas
innegables.


Por: Nacho e Ícaro

lunes, 8 de febrero de 2010

Delirium Tremens

Bañado en sudor, con las sábanas revueltas y un jadeo de carrera kilométrica. Tenía la garganta seca y, en un estado entre sueño y realidad, se las arregló para tomar un poco de agua. Con los ojos entrecerrados, tanteó el camino de vuelta a su cama, en medio de las ilusorias serpientes atraídas por ratas gigantescas, revueltas con cucarachas y la ropa tirada en el suelo. El zumbido del letrero neón del motel y el crepitar de aquel fuego infernal, junto a sus fulgores naranjas y las sombras alargadas sobre la pared, creaban un ambiente etílico, una intermitencia entre sueño y delirio, mezclado con la realidad de los olores nauseabundos en esa sucia habitación, apestada de alcohol y sexo.
Sin poderse despertar ni lograr dormir, las difusas figuras aparecían y se desvanecían con el sonido de los camiones, atrapadas en el limbo de su inconsciencia, martirizándolo como a quien la promesa de la muerte se aleja, extendiendo su tortura.  
Sofocado por el aire rancio, corrió hasta la ventana tropezando con sus pies para abrirla torpemente. El viento frío refrescó su desnudez y alivió la habitación de sus humores fétidos.
Encendió un cigarrillo, observando los fuegos fatuos sobre la carretera, mientras una prostituta raquítica entraba al cuarto de al lado, seguida por un hombre canoso de ostentoso traje.
Contemplaba las luces pasajeras del tráfico y quedó paralizado con la visión que permaneció quieta ante sus ojos. La silueta que lo observaba le resultaba escalofriante, y en un arrebato cerró la ventana.
Intentó relajarse, pero su mente repleta de aberraciones se lo impidió. Le puso seguro a la puerta y cogió una barra de hierro, para luego quedarse sentado en la cama, mirando fijamente la entrada con el propósito de resguardarse de la silueta que seguramente lo perseguía.


En la oscuridad de la cueva, percibió unos ojos verdes con aliento sulfúrico.  Se detuvo, sin hacer ruido, pasando desapercibido. El dragón tenía un brillo misterioso en los ojos, que resplandecían como esmeraldas. Sigilosamente apuntó contra la bestia y, con el estruendoso ruido de una bocina, se percató de que el sueño había triunfado. Los resortes chirriando en la habitación contigua distrajeron su atención unos instantes. Buscó la botella de Vodka y tomó un largo trago. Poco a poco iba recordando fragmentos de la noche y se estremeció al pensar en la silueta que lo miraba fijamente.
- Viene por mí. Me está buscando.
Recorrió la cortina y esperó volver a verla. Nada. No estaba allí. El sonido de una puerta cerrándose lo sobresaltó e hizo que se voltee. Sólo vio oscuridad. Dio unos pasos hacia delante y se sintió caer, interminablemente, al fondo de un abismo junto a fieras monstruosas y amorfas, sintiendo agua helada recorrer su espinazo. El frío atravesó su cuerpo entero, sintió mil agujas clavadas en la piel y una espada penetrar su estómago. Tiritaba recostado en el piso, con dolorosos escalofríos. 
Tenía todos los miembros acalambrados y las alucinaciones torturaban sus pensamientos; escapaban de él por sus ojos y boca. Vomitaba bilis y engendros, retorciéndose y acumulando rabia. Las criaturas lo apuntaban acusantes, revoloteando a su alrededor entre fétidos murmullos.
No encontró más opción que encarar sus daimones y al entornar su vista hacia ellos, vislumbró la silueta que tanto temía. Rodeada por el opaco brillo de coloridos fuegos fatuos, la mujer estaba parada frente a él, batiendo sus enormes alas negras, creando un viento que le flagelaba el rostro. Se atormentaba a sí mismo, esperando que la muerte se apiade de él y cobre su vida, liberándolo de la impasible mujer que tenía en frente, cuya silueta paralizaba su cuerpo y mutilaba los escasos vestigios de voluntad que le quedaban.
Sus gélidos ojos lo miraban fijamente y penetraban su alma, reclamando con dulce y amarga voz. Consumido por el pánico, entrecerró los ojos irritados y lacrimosos. Su vista se nublaba y poco a poco la imagen se desvaneció.


Despertó al amanecer, bañado en sudor, con las sábanas revueltas y un jadeo de carrera kilométrica. Tenía la garganta seca y la cabeza adolorida, cuando alguien tocó la puerta. Se puso algo de ropa y atendió al impaciente golpeteo. Desde el otro lado del umbral, el gerente reclamó que abandone el cuarto. Su pareja de la noche debió de salir mientras él dormía, dejando un espacio vacío en la cama y en sus bolsillos. Terminó de vestirse y recogió las pertenencias que le quedaban. Buscó las llaves de la habitación y se detuvo de pronto. Se acercó a la mesa de noche, de donde recogió las llaves,  observando con un familiar y misterioso temor aquella pluma negra que yacía flagelante, impasible.