Las
hojas desparramadas sobre el escritorio no hacían más que recordarle
constantemente su frustración. Las ideas revoloteaban en su cabeza sin poder
ordenarse, en un caos que desordenaba sus prioridades y no le permitía
discernir bien las circunstancias. Esas ideas, que se rehusaban a ser plasmadas
en el papel, burlonamente bailaban en el escritorio, para desvanecerse en
cuanto llegaban a la punta de la pluma. En soledad intentaba capturarlas, irritado
por la sordera de quienes ignoraban el desesperado rasgar de la pluma sobre el
papel, pero todo intento fue en vano.
Con furia e impotencia veía cómo las danzantes ideas volvían a
refugiarse en el laberinto de su cabeza,
para no abandonarlo más.
Decidieron quedarse por siempre, aisladas de la liberadora luz del
mundo.
De
pronto cayó de rodillas, resignado, frente a la chimenea alimentada por los
torpes trazos garabateados en aquellas hojas. Pues si sus ideas se quedaban con
él, no debía escaparse ni el más ligero esbozo. El baile del fuego, tan
poderoso para él, lo hipnotizó sin ningún problema, como era la costumbre. Quedó
contemplando durante horas ese bamboleo impredecible que lo iluminaba todo con
intensos destellos. Cuando el último trazo se hubo convertido en humo y
cenizas, una repentina paz invadió la habitación. Quizás algunas ideas no
quieren salir a la luz. Prefieren convertirse en ella.